Son otros tiempos, por fin. Un espacio para la maestría personal.
Ya no es tiempo de contemplaciones. Se agotó el modelo.
Durante decenios, varias generaciones han estado convenciéndose unas tras otras de lo importante que es el trabajo de uno, la carrera de uno, la labor de uno, uniendo a esa relevancia un valor medido en euros, dólares o yuanes.
Todos nos hemos inquietado alguna vez ante la perspectiva de acercarnos a una fiesta, un evento social, en el que prácticamente lo primero que nos preguntan es ¿a qué te dedicas?, lo cual, de inmediato, sabemos nos colocará directamente en la categoría correspondiente de nuestro interlocutor:
Soy responsable comercial. (Ah, este es un vendedor, cuidado).
Trabajo en Recursos Humanos. (Vaya, otro administrativo que no sabe vender).
Hago la contabilidad de mi empresa. (¿Y ahora de qué hablo yo con éste?).
Démonos ya cuenta: Las más de las veces, ni siquiera hemos escogido el camino profesional que transitamos. O lo han decidido por nosotros (‘hijo, estudia una carrera con salida‘ o ‘quédate ahí a ver si te hacen fijo‘) o nos ha escogido esa profesión a nosotros (‘es que no hay nada de lo mío‘).
Sin embargo, el duro despertar de los últimos años nos está sacudiendo de nuestro letargo y el espejismo de la regularidad, la seguridad, la certeza, lo predecible que desde la Segunda Guerra Mundial embotaba nuestra creatividad y nos engullía en el embudo de lo socialmente aceptable.
Hoy ya no es una opción; hoy es imperativo: no podemos permitirnos más trabajar solo por el dinero. Es lo que diferencia al que vive del que subsiste.
La vida es lo suficientemente breve como para darnos cuenta a estas alturas de que no vamos a poder llevarnos encima nada de ella cuando ésta agote nuestros años. Sin embargo, sí nos queda la extraordinaria dicha que permanece tras vaciarnos de nosotros; de dar lo más, lo mejor, y al máximo número de personas, de todo aquello de lo que seamos magistralmente capaces.
Una vez que nos pagan, ese dinero rápidamente se difumina en cosas que adquirimos, cosas que disfrutamos o cosas que quemamos. Sin embargo, la satisfacción de hacer algo con absoluta entrega y maestría es algo que ni la mayor de las riquezas podrá atisbar a comprar.
Ambos, dinero y satisfacción, tienen un coste común sobre el que apenas tenemos control:
Nuestro tiempo.
No estamos hablando aquí de materializar una tarea de manera repetitiva, sino de abordar una labor repetida hasta la genialidad. No estamos hablando de una labor bien hecha, sino de un trabajo excepcional. No estamos hablando de un trabajo muy valorado, sino de ejercer un Arte, una Maestría.
Nuestra, sí.
Pero dedicada a los demás.
Lo conoce usted bien: aquello en lo que sabe es usted insuperable, aquello que podría hacer durante horas sin descanso, aquello de lo que hablaría, estudiaría, practicaría, durante una vida completa. Aquello que, quizás, quedó en algún momento relegado en el olvido de la niñez pues nuestros adultos de entonces así nos dijeron debía ser la vida.
No consiste pues en buscar afuera la excelencia en un trabajo que otros nos exigen que hagamos a cambio de un jornal casi siempre exiguo.
Consiste en desenterrar esa pasión, esa lujuria arrebatadora en esa forma de Servir a otras personas de una manera magistral: desde el músico que se quedará de noche a ensayar cuando ya el resto se marchó a descansar, al científico que investigará hasta el amanecer solo una última vez más; desde el marino que tejerá las redes que darán de comer a su comunidad, hasta el médico que prevendrá que su tribu jamás vuelva a enfermar.
Halle el tiempo de re-conectarse con su pasión, su cautivadora y excepcional única naturaleza.
Halle el tiempo de practicarla hasta la Maestría, la fluidez del Arte, en que lo que usted es y hace ya no se distinguen.
Son otros tiempos, por fin.
Regresemos a nuestro lugar.
Muéstrenos su Arte.
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