Renacer a la capacidad de saborear. Descubriendo el mundo del Dr. Stein.

 en Coaching, Etapas emocionales

Daniel Álvarez Lamas

Un relato de Daniel Álvarez Lamas. Todos los personajes son ficticios.

Gracias a Renata Otero, Marcela Parga y Marián Cobelas por su revisión.

 

Tenía curiosidad por conocer a Eric Stein. Me parecía imposible que alguien con un cerebro tan brillante se hubiera podido volver loco. Había leído todas sus obras sobre el ser humano, entre la psicología y la filosofía. Eran de una precisión abrumadora. Se veía que a sus años de investigación en la Universidad de Lucerna se sumaba una introspección personal tan profunda como científica.

Fui a visitarlo al psiquiátrico dónde vivía. Qué paradoja. Iba a un hospital psiquiátrico a conocer los secretos de la mente humana.

Me recibieron con frialdad. Nadie parecía saber nada de quién era el famoso Dr. Stein. Un asistente me acompañó a través de unos pasillos amplios hasta una sala de visitas. Él esperaba sentado en una silla en medio de la sala, frente a unos grandes ventanales por los que la luz de la mañana invadía la blancura de aquel hospital. Miraba hacia el suelo con el típico balanceo de un trance profundo… o de un loco. Me miró de soslayo cuando entré, sin mostrar el más mínimo interés.

Me senté en una silla que había a su lado, a una distancia prudente, sin saber qué decirle. Comencé a hacerle preguntas, pero no me contestaba. Yo venía preparado para una situación poco convencional, así que mantuve la calma. Decidí mantenerme en silencio y mirar hacia el suelo, igual que hacía él.

 

De repente, Eric comenzó a hablar. Parecía que no se dirigía a mí sino que sencillamente lanzaba sus palabras igual que un náufrago lanza un mensaje en una botella:

“De niños tenemos una capacidad de saborear infinita. Vamos capturando los hechos, cosas y acciones de forma que adquieren color, sabor y olor.

Con esto vamos construyendo nuestro paisaje interior, un paisaje lleno de emociones. Un mapa que utilizaremos el resto de nuestra vida.

En nuestra primera juventud, todavía queda mucho que aprender y vamos incorporando nuevos hechos, cosas y acciones con sus sabores, colores y olores sobre el mundo infantil del que proveníamos.

El inconsciente tiene estas cosas, una capa se va superponiendo a la anterior de forma que la va ocultando, como los anillos de un árbol. En cada momento únicamente somos conscientes de la última capa, pero todas las demás están por debajo, creando esa especie de construcción existencial que llamamos ser humano. Solo podemos percibir esos anillos más antiguos en momentos de lucidez o en sueños. También cuando escarbamos a través de técnicas mentales nos damos cuenta de que esas experiencias están ahí todavía, tan vivas como siempre.

Pero llega un momento en que se agota nuestra capacidad de saborear y consideramos que nuestro paisaje interior está completo. Hemos aprendido los principales tonos emocionales, igual hicimos con los colores. A partir de ese momento, dejaremos de sentir cada vivencia como algo nuevo que deseamos paladear. En adelante, la viviremos con los sabores que hemos aprendido.

Lo que nos sucede será la repetición de una vivencia previa. Reproduciremos una y otra vez el catálogo que nos hemos construido sobre la realidad. Desde ese momento, lo que adquirimos es sólo información que no incorpora nuevos sabores, colores y olores. Nos convertimos en algo menos vivo.

Todo lo que hemos aprendido procede de nuestra experiencia personal, pero también viene desde nuestra experiencia colectiva. Por supuesto, hemos incorporado las normas sociales. Ellas configuran una parte importante de nuestros límites para concebir la realidad. La convivencia precisa de que cada persona sea previsible y no rebase determinados límites. Es por eso que la norma social resulta tan restrictiva.

Pero no le echemos la culpa a la sociedad. La etapa del acuerdo social es un paso necesario en la evolución humana. Gracias a todo lo aprendido hasta ese momento, nuestra mente ha desarrollado todo su potencial y acaba siendo plenamente auto-consciente.”

De repente, resonó en la sala una voz de mujer que venía desde un sofá orientado hacia los ventanales. No la había visto hasta ese momento y Eric simplemente no parecía ni ver ni oír. Esto fue lo que dijo:

“En este asqueroso mundo solo ganan los que se endurecen, lo que se hacen insensibles cuando se pasa de los treinta… El esfuerzo de no perder la inocencia es extenuante. La capacidad de ilusionarse, de vivir, de sentir, de ver, de saborear, … es necesario esconderla. El miedo al dolor nos anestesia o nos aísla para que vivir no sea un sufrimiento ¡Observar a los niños es tan fascinante! Solo su mundo vale la pena. No quiero saber más de ese maldito mundo de adultos”.

Se levantó en dirección a la puerta, con paso lento y cansado. Era una mujer grande, de cara hinchada y gesto fruncido por el rencor y la tristeza. No me extrañó cuando me contaron su dramática historia. Qué puedes esperar de la vida cuando has perdido a tu hijo de seis años en un accidente.

La mujer se fue. No se dio cuenta de despedirse de nosotros. Su discurso y el eco de la puerta al cerrarse dieron paso a unos instantes de recogimiento. Aquella tarde no dejaba de llevarme sorpresas y pensé que si esta vida tiene algún sentido, éste es dejarse sorprender, disfrutar todo lo que se pueda, mientras se pueda… Conozco muchos adultos que han renunciado al asombro, al entusiasmo, a la entrega,… a saborear la vida, como decía Eric. Me niego a instalarme en ese lugar.

Eric respetó la intervención de aquella mujer casi sin moverse, con el mismo leve balanceo del cuerpo. Tras una pausa, comenzó a hablar de forma distinta, como si recitara una historia que conocía de memoria:

«El águila es el ave de mayor longevidad de su especie; llega a vivir 70 años, pero para llegar a esa edad, a los 40 años, deberá tomar una seria y difícil decisión.

A las cuatro décadas de vida sus uñas se vuelven apretadas y flexibles, sin conseguir tomar a sus presas con las cuales se alimenta.

Su pico largo y puntiagudo se curva apuntando contra su pecho, sus alas envejecen y se tornan pesadas y de plumas gruesas. Volar se le hace ya muy difícil. Entonces el águila tiene solamente dos alternativas: morir o enfrentar su doloso proceso de renovación, que durará 150 días.

Ese proceso consiste en volar hacia lo alto de una montaña y quedarse ahí, en un nido cercano a un paredón, en donde no tenga la necesidad de volar.

Después, al encontrarse en el lugar, el águila comienza a golpear con su pico en la pared hasta conseguir arrancarlo. Luego de hacer esto, esperará el crecimiento de un nuevo pico con el que desprenderá una a una sus uñas talones. Cuando los nuevos talones comienzan a nacer, comenzara a desplumar sus plumas viejas.

Finalmente, después de cinco meses muy duros, sale para el famoso vuelo de renovación que le dará 30 años más de vida».

Eric Stein se quedó ensimismado en un largo silencio. Yo también. No se me ocurría nada que decir. Mejor dicho, ni se me pasaba por la cabeza decir nada. Me daba la sensación de que aún no había terminado.

Entonces pareció encenderse. Su expresión lánguida y pausada se transformó en un fluir pleno de vida y a la vez místico. Era como si otro Eric comenzara a hablar:

“Cuando el ser humano pierde su capacidad de saborear, pierde también el sentido de vivir. Si quiere recuperarlo necesita un Renacimiento.

He visto a muchas personas vivir este Renacimiento. Consiste en no conformarse con la realidad que le han enseñado a ver y en desafiarla para abrir de nuevo su capacidad de percibir y saborear el mundo.

Esto requiere de una gran valentía, pues los condicionamientos sociales son como una tela de araña que te rodea y te atrapa. Los hábitos de pensamiento y emoción adquiridos en tu infancia y juventud son muy persuasivos. Te dicen “te pongas como te pongas, la realidad es la que es, ya la conoces”.

Solamente un retiro de lo social, sea exterior o interior, permitirá la reconstrucción del paisaje existencial. Así, la persona se permitirá sondear qué hay más allá de esas fronteras y encontrará un gran premio en forma de un sinfín de opciones. Eso será el inicio del renacer.

Como buen aprendiz, el renacido comenzará, de nuevo, a asignar sabor, color y olor a lo que le sucede. Pero ya no lo hace por impulso instintivo como el niño o el joven. En esta nueva etapa es él quien, voluntariamente, abre el tarro de las esencias. Ahora toca saborear conscientemente el mundo, jugar con él. De hecho, el juego ha cambiado: es hora de curiosear en el propio paisaje interior, en las propias sensaciones. Está entrando en el juego interior que el ser humano puede desarrollar en su madurez.

Es el momento de saborear cada cosa que haces. Es el momento de asombrarse con la inmensa naturaleza que está contenida en ti, en ese prodigio llamado ser humano, la raza a la que perteneces. Puedes experimentar a cada instante el gozo de existir.

No hay viaje más apasionante.”

Y no dijo nada más. Su movimiento se apagó, pero su mirada todavía estaba encendida, brillaba llena de vida. El ambiente parecía que vibraba, contagiado de su intensidad. Yo también la sentía. De repente, una sensación de paz y armonía invadió todo mi cuerpo. Lo mismo le pasó a Eric. Ambos nos entregamos al silencio, a compartir aquel instante eterno.

Al rato vinieron a avisarnos de que la visita había terminado y un asistente le tomó del brazo silenciosamente para acompañarlo a su habitación. Eric se levantó apaciblemente apoyándose en aquel hombre y sonriéndole beatíficamente. Se fue con aquella misma sonrisa a ninguna parte, con su mirada llena de luz, deslizándose como el viento. Nunca olvidaré aquel encuentro.

¿Quieres ver la secuela de este artículo? Profundiza un poco más en aspectos operativos de cómo saborear la vida de nuevo en esa etapa de renacer:

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Fuente de la historia del águila: pasmibepy.com

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