Rompe la queja. Por Gregory Cajina
Hace unos años viví en un país centroeuropeo como uno más de cualquiera de los millones de niños que en aquella época lo hacían.
Tuve la fortuna de ir a un colegio en el que no faltaba de nada.
Y como no faltaba de nada, decidieron un día asegurarse un día de que algo faltara. Que faltara algo fundamental para un niño:
Comida.
La directora de la escuela pidió permiso a los padres para que sus hijos, durante una jornada escolar (unas 8 horas), comieran únicamente una rebanada de pan blanco y bebieran agua de grifo.
Todos los padres firmaron.
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Jamás olvidaré el hambre que pasé ese día.
Padres, profesores y chavales comimos ese día solo esa rebanada de pan a la hora de comer — a mí por lo menos, me pareció el banquete más sabroso que jamás en mi corta vida había disfrutado.
A pesar del hambre, no recuerdo a nadie quejándose. Nadie sobresaltado. Nadie llorando.
Incluso vi a un niño compartiendo un trozo de su pequeña rebanada de pan blanco con otro que parecía de veras necesitarlo.
‘Gracias’.
Y una sonrisa.
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Quejarse es una de las decisiones más dañinas que podemos hacer por nosotros mismos: está en el extremo diametralmente contrario al de la inmensa gratitud que hemos de sentir por las infinitas bendiciones que recibimos cada día.
Quizás debamos asegurar que nuestros hijos, un día de su vida, pasen hambre.
No para que sufran.
Sino para que sufran — sin quejarse.
Para que aprendan que, aún en la escasez, la generosidad puede prevalecer.
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Seamos agradecidos.
Quizás no todo lo ‘negativo’ que nos sucede nos lo merezcamos.
Pero, desde luego, mucho de lo ‘positivo’ que disfrutamos lo tenemos sin haber hecho méritos particulares por ganárnoslo.
Disfrutemos, naturalmente.
Pero mantengamos la humildad de ser agradecidos por cada día y la elegancia de compartir nuestras bendiciones.
Lamento contrariarte, por propia experiencia pienso que los sufrimientos hay que contarlos para superarlos.