Con la ayuda de Renata Otero, Marián Cobelas y Nuria de Castro
Ya había conseguido consolidar todo lo que durante años había querido escribir sobre las emociones. Fui capaz de comprenderlas como un mecanismo animal que tiene una incidencia directa sobre nuestra racionalidad.
Recordamos los elementos del aprendizaje emocional:
Los hábitos de pensamiento y emoción que nos resistimos a abandonar (la idea de familia y de vida que Samuel se resistía a soltar)
El incómodo dolor emocional provocado por los hábitos con los que nos cuesta romper.
El antiguo propósito que ya no puede conseguir (en el caso de Samuel, la felicidad de su familia), que está detrás de esos hábitos antiguos de pensamiento y emoción.
El necesario propósito del cambio (en el caso de Samuel, recuperar su dignidad y la felicidad de sus hijos): Algo dentro de nosotros quiere recuperar el equilibrio y acabará encontrando un nuevo propósito que sustituya al antiguo
Y, cómo no, no podía faltar nuestra compleja, pero a la vez liberadora, amiga: la aceptación de la realidad conflictiva, que nos permite comprenderla y encontrar un enfoque y un estado que nos libera.
Unas semanas después de terminar mi primera parte del estudio sobre las emociones, conocí a la persona que me hizo descubrir en ellas un nuevo universo. Durante meses había leído, releído y analizado todo lo necesario para poner en orden mis ideas. Entonces llegó Max para revolvérmelo todo y darle un enfoque inesperado.
Ya había conseguido consolidar todo lo que durante años había querido escribir sobre las emociones. Fui capaz de comprenderlas como un mecanismo animal que tiene una incidencia directa sobre nuestra racionalidad.
Me habían hablado de aquella extraña directora de teatro. Contaban que sus actores vivían las emociones en escena como si las estuvieran viviendo en cada momento de verdad. Eran tan auténticos actuando que el público creía que improvisaban.
Max Becker dirigía una prestigiosa compañía de teatro llamada Stardust. No era fácil conocerla, porque no se dejaba ver por los habituales lugares bohemios de los artistas. De hecho, no se prodigaba en ningún entorno social. Estaba dedicada al cien por cien a su profesión.
Conocí a una persona que había trabajado con ella, se llamaba Alberto y era diseñador de vestuario. Decía que Max apreciaba la vida salvaje de las emociones más que a los actores que las sentían, que solo buscaba la satisfacción de hacer saltar las emociones de sus actores. Podía entender el gozo de hacerles vibrar, de provocar que brote la vida pura en forma de emociones.
Pero lo que realmente capturó mi atención fue cuando Alberto me explicó la perspectiva que Max tenía sobre las emociones de sus actores: se refería a ellas como “sus mascotas”. Decía que tenían vida propia. Adoraba jugar con esas “mascotas”. Aquel hombre me confesó que a veces parecía como si Max desgarrara al actor por dentro para extraer sus emociones más profundas.
El día que fui a ver su primera obra me di cuenta de que no exageraban ni lo más mínimo. Era una obra de Kerouac. Me quedé con la boca abierta de principio a fin. El público estaba rendido al torrente de emociones que los actores volcaron a lo largo de la representación. La ovación final no pudo ser más apasionada.
Me decidí a ir a conocer a Max. Se hablaba de lo poco que le gustaba recibir admiradores. Ella solo vivía para el teatro. Había gente esperando a todos los componentes de Stardust excepto a su directora.
Me dirigí con decisión al camerino de Max a pesar de todo, toqué en la puerta y entré. Ella estaba allí. Se giró al escuchar la puerta abrirse con decisión y se encontró de frente conmigo, un hombre de mediana edad, de facciones amables y con aspecto de artista despistado, … y sintió curiosidad. Sabía que yo no era el típico admirador.
Max Becker era una mujer esbelta y de aspecto poderoso, aunque no excesivamente alta. Tenía una larga cabellera blanca y unos ojos azules tan claros como un mar en calma. Todo esto le daba un halo de energía que por momentos podía ser intensa y serena o en otros como una tempestad majestuosa, como bien pude comprobar después.
– Buenas noches, Sra. Becker. Mi nombre es Luis Camões, de la Universidad de Coímbra. ¿Tiene diez minutos? Querría hablar con usted de algo que creo que nos interesa a ambos.
– ¿De qué se trata? – dijo Max, sin levantarse del asiento donde estaba comiendo una manzana. No dejaba de mirarme.
– Estoy realizando una investigación sobre emociones y me interesa su trabajo como directora. Los resultados que estoy obteniendo explicarían el éxito de su metodología y podrían aplicarse en el desarrollo humano en general. – le dije. Hablaba muy rápido. Notaba una claridad de mente inusual, pero me parecía que estaba yendo demasiado al grano. Ella me miró intensamente y se hizo un segundo de silencio.
– ¿Y qué le interesa de mi trabajo como directora, Luis? – me dijo divertida, incluso con un poco de sorna. – Pero siéntese, por favor. – continuó, cambiando un poco el tono. La situación le atraía, era como cuando estás captando la atención de un animal. La cosa funcionaba. Me senté y dejé mi sobrero sobre el tocador que estaba a mi lado.
– Usted no se fija tanto en la técnica de sus actores como en que accedan auténticamente a sus emociones – me atreví a decir. – Es como si buscara que se desnudaran y dejaran libre lo que llevan dentro.
– Eso es cierto – dijo Max, sin inmutarse – y ellos lo saben, es una condición para trabajar en Stardust. Lo que les pido no es una fantástica interpretación, sino que vivan las emociones que les tocan en cada escena. De hecho, compongo la obra en función de sus emociones más vivas.
– ¿Compone la obra en función de sus emociones más vivas? – Uao, eso sonaba muy bien. Me di cuenta de que estaba poniendo la misma cara que un niño delante de un caramelo.
– Cada persona tiene determinadas emociones más vivas, como más encendidas, en cada momento de su vida – continuó Max. – Algunas emociones han tomado una vida tan intensa que la acompañan durante casi toda su existencia. Yo les llamo emociones salvajes ¡Tienen tanta fuerza! Me apasionan – dijo. Sin duda, podía notarse la profundidad de su sensación en su mirada.
Max tenía un aspecto implacable, pero su capacidad de empatía le daba una presencia apaciguadora. Cuando hablabas con ella solo cabía lo auténtico. Cuando te escuchaba, parecía que te traspasaba, que leía tu mente. Las conversaciones con Max eran breves y profundas, con silencios llenos de significado y palabras poderosas. Era una perfecta mezcla de rotundidad y sutileza. Me daba la misma impresión que de pequeño me causaban los samuráis.