Paladar para el Cambio
Son muchos años de práctica, de excelencia.
Ejercen como asesores, consultores, confidentes de los clientes más exigentes, agentes libres sin estar sometidos a las veleidades de un directivo más preocupado por un accionista invisible que por un servicio excelente.
Su instrumento principal, el gusto, es curtido tras la cata de cientos, miles de caldos de una ingente tipología de uvas, de fermentaciones, con la paciente espera del que no se conforma con ofrecer meramente una recomendación de un vino, sino de acompañar a un individuo en la exploración de uno de los placeres físicos que más registros escritos colma la Historia humana.
Son necesarias muchas, muchas horas de maestría: aproximadamente 10.000 horas de práctica en el terreno es el umbral a partir del cual se estima que se comienza a tener conocimiento real, reputación, visión integral en la disciplina.
Al igual que ese sommelier, el emprendedor desarrolla un gusto particular por el reto y sí, por la osadía. Solamente son los audaces los que hacen estallar las barreras del mundo predecible, conocido y esperable que amodorra a tantos que añorarán a ese pionero hasta que venga a aportarles una solución, una propuesta novedosa, un punto de vista aún no explorado.
El mundo que nos inventamos, particularmente desde la Revolución Industrial, busca eliminar el factor riesgo mediante el boicot activo a la diosa Incertidumbre que nos ha acompañado desde que nos erguimos por primera vez como Sapiens. Pero la gravedad no falla: desde el hundimiento de los principios con los que nos amamantaron en las escuelas acerca de la así denominada seguridad financiera hasta la laboral, pasando por la emocional o hasta la física, estamos viendo desarrollarse en la Humanidad, ante nuestros ojos, un nuevo paradigma por el que sin-incertidumbre-no-hay-éxito que, en realidad, refleja nuestro retorno a nuestros orígenes sin los aderezos de falsas promesas de una vida ausente de problemas…
… o de oportunidades.
No consiste en evitar la novedad por incierta: consiste en buscarla activamente, abrazarla, retarla a que nos lleve a nuestra mejor versión. A demostrarnos, asombrarnos, de qué somos capaces.
El emprendedor no es un tipo que no experimente dudas. O temores. O, abiertamente, que no tema la posibilidad de que el proyecto de su vida, aquel en el que se concentra una Misión propia que ningún empleador podrá jamás ofrecer, se venga abajo.
Así, en ocasiones, el gusto por la incertidumbre es amargo, sobre todo, al principio. Cuando uno está habituado a lidiar con crear algo que no existe es tentador retornar al dulce sabor de lo predecible, de lo aparentemente seguro: una nómina, incluso aunque no sea elevada, anestesia nuestra inquietud en catar nuevas e inexploradas avenidas de éxito.
En otras ocasiones, ese gusto es inexistente, insípido: en lo que la idea emprendedora se desarrolla, pasa por períodos de aparente estancamiento en los que uno no acaba de tener claro qué derroteros, qué decisiones debe uno tomar. Abandonar o seguir se convierte en una decisión de fe en las propias capacidades para continuar hallando los recursos necesarios en cada curva del yacimiento de nuestra mente — aunque sea sin candil.
Finalmente, aparece ese gusto especiado que añade contexto a nuestra fugaz existencia en esta vida: únicamente cuando estamos dispuestos a probar, a innovar entrecruzando dos conceptos rutinarios para crear uno rompedor, cuando los pioneros descubren los modos de hacer ese proverbial pastel más grande en lugar de enzarzarse con otras mastodónticas multinacionales por agarrar las últimas migajas del plato, es cuando, por fin, la vida deja de ser una sucesión de años y comienza a paladearse a la mesa del que arriesga – y gana.
Es este el exquisito sabor de un reto inexplorado, el de la capacidad de aunar a un equipo en quien delegar, el de cooperar compartiendo recursos de manera simbiótica, el de crear opciones en un mundo que lleva ya demasiado tiempo detrayendo recursos sin repoblarlos de manera sostenible, el de generar una prosperidad compartida en el que uno pueda no solo hornear su pastel sino además saciarse y saciar a su tribu con él.
El monje Dom Pérignon tuvo que experimentar durante muchos años, a ciegas, con un vino considerado inservible, inferior, hasta que en 1670 halló la combinación de frutos, de fermentación, de pacientes esperas que dieron origen al vino de aguja más famoso del mundo.
La suerte acompaña al que emprende obsesionado con la excelencia.
Desarrolle ese gusto por la innovación, por quebrar los paradigmas que nos sojuzgan en una aburrida iteracción que balbucea la palabra ‘crisis’ en cada contratiempo.
Impresiónenos con su innovación, con su gusto por la creación de lo que hoy no es ni existe y que, gracias a usted, mañana será revolucionario.
Dejemos atrás el falso dulzor de una existencia conformista que busca acallarnos, como el azucarillo disuelto a un bebé que reclama esa atención que merece.
Que no le acallen.
Que no le embriaguen con falsas promesas de ‘recuperación’ o excusas labradas en ‘crisis’.
Halle su propia fórmula única: ya dispone de los ingredientes.
Deléitenos con la fusión de sus conceptos rompedores.
E invite a su tribu a saborear su propio camino.
@GregoryCajina es emprendedor y autor de ‘Coaching para Emprender’.
https://www.gregorycajina.com/
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