Coaching para emprendedores
Nuestro modo de actuar está considerablemente más influido por con quién nos relacionamos (condiciones ambientales) más que por quiénes somos (genética). Asociémonos con colegas de trabajo tóxicos y, en breve, de manera prácticamente imperceptible, nuestra actitud con relación a lo que nos acontece y los otros humanos de nuestra tribu se tiznará de un gris ceniciento tirando a negro. Relacionémonos con individuos que viven su particular efecto placebo-de-éxito (mantra efectivo y cierto, que no necesariamente verdadero: todo es posible, si es con determinación) y llegará más lejos de lo que nunca haya podido imaginar. Es esta una de las virtudes de la mente cuya manifestación física en nuestra realidad constatamos cada día pues, a fin de cuentas, toda innovación humana comienza en el jardín de la imaginación: ¿acaso ya olvidamos que hace veinte años no teníamos teléfono móvil, correo electrónico o Angry Birds? En algún momento de estos años hubo alguien, un antaño loco visionario reconvertido ahora en figura admirada que se atrevió a imaginarlo en el reino de lo posible.
Nos quejamos que la cultura en nuestro país es anti/contraemprendedora: somos un país de funcionarios, los jóvenes quieren que se lo den todo hecho, emprender es para esos parias que han pasado por un ERE o para aquellos que ya vienen así cableados de serie.
Cierto… pero únicamente si perseguimos encontrar a las personas que cumplen esos criterios para confirmar nuestra pre-idea pre-concebida acerca de cómo funciona ¿el? mundo.
Es muy sencillo encontrar lo que queremos hallar, no lo que debemos buscar.
Nuestra personalidad al nacer es virtualmente al 100% una manifestación de los genes de nuestros progenitores: un porcentaje que muy pronto comienza a modificarse para incluir nuestros aprendizajes, experiencias, anhelos y frustraciones: desde no meter los dedos en el enchufe hasta elegir socios para nuestros proyectos. Pero cuando dejamos este mundo, ya ancianos, nuestra identidad genética solamente refleja quienes somos a un 50%.
Por hacernos una idea cuantitativa, en términos neuronales equivaldría a que los Sapiens somos capaces de aprender 50 mil millones de páginas nuevas en una vida, o 1,5 millones al día.
¿Querría esto decir que, si estamos determinados a hacerlo, podemos aprender a, sí, emprender?
En un proyecto pionero en Alemania, acabamos de superar la cifra de 250 nuevos emprendedores menores de 18 años a través de una pequeña incubadora e inversiones iniciales prácticamente inexistentes.
En el mismo país estamos realizando coaching a jóvenes de 60-65 años con el savoir-faire y la edad biológica para aportar más allá del retiro dorado durante otro quinto de siglo. Al menos.
Entre ambos polos vitales, docenas de individuos que ya están cansados de oir que emprender es posible, de leer que se puede hacer para, demonios-ya-era-hora, lanzarse a su particular presente de indicativo y gerundio: yo hago y yo estoy haciendo mi proyecto. Ahora.
Pero una palabra de cautela acerca del coaching para emprendedores: existen coaches que argumentan que pueden acompañar a otros individuos a emprender… sin haberlo (aún) experimentado en primera persona.
Hay un dicho severísimo al respecto con cierto predicamento en nuestro sistema educativo: quien sabe hacer algo, lo hace – y, quien no, lo enseña.
Si su cliente quiere emprender, emprenda usted primero. Y si ya lo está haciendo usted como coach, disfrute exponiendo a su coachee a que experimente, colisione con sus pre-ideas, avance y prospere. Le estará haciendo el mejor de los regalos:
Que deje de decir y comience a hacer.