Aprendiendo mediante la Reflexión.
Los procesos de aprendizaje de los individuos se producen principalmente por dos vías:
Por inspiración (a través de la reflexión e introspección).
Por revelación (a través de la vivencia, lo que nos acontece, la experiencia… y, sobre todo, lo que hacemos con ella).
Si se anulara cualquiera de las dos, el aprendizaje quedaría segado, sea porque hay demasiada reflexión y el individuo pierde contacto con la realidad (la proverbial parálisis por análisis) o sea por la permanente y sostenida sucesión de experiencias inconexas (vulgo: ir cada día como pollos sin cabeza… y con prisa).
La inmersión en la rutina frenética de cada día merma particularmente la capacidad de decisión activa y crítica de una persona, al quedar esta sometida a los vaivenes diarios que reclaman su atención e intervención inmediata: la reunión, la llamada, el informe, el tuit, el email. Nuestro subconsciente tiende a leer siempre urgente, sin escuchar al consciente que dice prioriza. Subconsciente gana.
Falta tiempo así para que el individuo, casi sin percatarse, se enrede en una dinámica que deja de centrarse en crear gradualmente la realidad que un día planificó, para limitarse a reaccionar ante ella. Es que me falta tiempo.
Desafortunadamente, el modo en que está estructurada nuestra sociedad nos ofrece una sobre oferta para mantener nuestra mente enfocada a cualquier sitio menos a nuestra introspección: estudiamos mucho, trabajamos más, producimos sobradamente más de lo que necesitamos, socializamos hasta usando una tostadora con WiFi y se nos sirve una vastísima oferta de ocio para distraernos cuando levantamos bandera blanca ante todo lo anterior. Desconectar literalmente, sí, de nuestra rutina, vale; pero no para estar más con nosotros mismos, sino para recargar fuerzas para el combate contra el reloj del día siguiente.
Esta dinámica ultrarrápida únicamente favorece, al igual que los trileros que mueven la mano más rápido que el ojo, a aquellos colectivos a los que no les conviene que cada individuo se detenga, eche el freno de mano, reflexione, si lo que está haciendo tiene algún sentido o propósito para su propio bienestar como individuo:
- No interesa a ningún grupo político.
- No interesa a ninguna adscripción religiosa.
- No interesa a ningún gobierno.
- No interesa a quien vende lo que no necesitamos o lo que nos daña.
- No interesa a esos amigos ‘de conveniencia’.
- No interesa a las relaciones afectivas asfixiantes.
- Y, desde luego, no le interesa a las empresas en las que uno está trabajando.
Sin embargo, antes o después, y particularmente tras transitar a través de una experiencia personal particularmente intensa (una pérdida, un despido, un golpe), sentimos una poderosa necesidad de detenernos a pensar. De sentarnos. De levantar la vista.
De decidir, quizás realmente por primera vez, por (y para) nosotros mismos.
Optamos así por obviar, siquiera solo durante unos instantes, las inacabables demandas de tiempo y energía que nos piden, no, ¡exigen! los compromisos, la pareja, los hijos, los padres, los amigos, el tipo del cubículo de al lado, su jefe que se lleva mal con el mío y el penúltimo capítulo del culebrón que, demonios, termina mañana.
Algunos, los valientes que se aventurarán, sentirán cierto vértigo al iniciarse en este tipo de viajes-a-uno-mismo. Entre ellos, sin embargo, estarán los que se achantarán y decidirán permanecer en el lado equivocado de su Matrix particular. Se está más calentito.
Otros, sin embargo, continuarán adelante en la exploración de ese yo con el que llevan tantos años viviendo sin convivir y que lleva un buen rato ahí sentado, con los brazos cruzados, esperando a que le comencemos a hacer caso.
Por una vez, apaguemos todo y dejemos de hablar, abstengámonos de buscar comunicar nuestra verdad.
Ha llegado la hora de escuchar.
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