¿Padres coaches? = hijos felices

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Anja se levanta todas las mañanas a las 6:30 de la mañana en cuanto su madre se sienta en su cama para darle su beso de buenos días. Se estira, se despereza,  se lava la cara,  se viste y se cepilla el pelo. Va a la cocina y desayuna tranquilamente, acompañada a la mesa y con la televisión apagada, su vaso de leche con cacao, un panecillo con mermelada, un yogur y una porción de fruta.

Cuando termina, Anja coge su plato, limpia las migas y lo deja en el lavavajillas. Regresa al baño, se cepilla los dientes –ya completamente despierta- y se va a la puerta de la casa, donde se calza sus pequeñas botas, su abrigo, su bufanda y su gorro favorito con orejas de oso panda que su abuela le tejió para su cumpleaños. Nadie le ha tenido que decir, y menos ordenar, que debe hacer cada una de esas cosas. Para eso ha amanecido con el tiempo holgado tras haberse acostado a las 20:00 la noche anterior.

Fuera en la calle está nevando, otro día más: esto es Alemania después de todo. Anja toma su bicicleta para ir a clase y se encuentra, a unos pocos metros de su casa, con sus dos mejores amigas y la madre de una de ellas, con quienes habitualmente pedalea cada mañana al colegio y con las que regresa a casa unas horas más tarde. Anja ya tiene ganas de que llegue el año que viene, pues podrá demostrar que ya es mayor: tras pasar un curso con la policía local, ella y sus amigas ya podrán ir solas en bicicleta por las aceras habilitadas y cruzar la calle sin la ayuda de ningún adulto. Por fin.

A fin de cuentas, Anja ya tiene 6 años.

¿Hay alguien ahí al cargo?

El pasaje anterior, que se desarrolla en millones de hogares alemanes cada mañana, es coherente con el estándar que los padres en aquel país persiguen inculcar en sus hijos y que nos recuerda una de las, posiblemente, principales diferencias en la perspectiva que implica criar a un hijo allá: mientras en el país centroeuropeo los niños son importantes, y mucho, en España se los sigue considerando el centro del cosmos aún conocido.

Mientras en Alemania se persigue que los hijos sean autónomos lo antes posible, en España muchos padres se desviven –dejan de vivir sus propias vidas- haciendo lo máximo posible por sus pequeños -bajo el auspicio de esa acepción siempre tan difusa como es el amor– hasta que muchos se dan cuenta, cuando estos alcanzan los 30 años, de que ya no hay manera de sacarlos de casa. Siempre podremos culpar a la crisis o al gobernante de turno.

En toda unidad familiar, al igual que en una empresa seria, hay líderes y hay seguidores. No se puede estar en medio: si los padres no están liderando entonces están detrás. Y uno de los problemas más cruciales que nos encontramos en la educación de los más pequeños en España radica en una mal entendida política de laissez faire: sea dejar hacer a los pequeños lo que les venga en gana, o sea supeditar la unidad familiar a una política de no-frustración del niño conlleva una más que preocupante renuncia a liderar por parte de los padres o cuidadores primarios.

Donde los padres no gobiernan, mandará el niño. O, mejor dicho, mandarán los caprichos irracionales generados por el cerebro de un niño que, es natural, aún no ha madurado en sus competencias de autocontrol y auto-regulación, claves en el desarrollo estable y sano de su inteligencia emocional. Porque para embarcarse exitosamente en esa travesía necesitará desesperadamente de la guía responsable de sus adultos cercanos.

Por eso, si esta delegación hacia abajo del timón del hogar sucede durante los años críticos de la infancia y desarrollo de los hijos, cuando precisamente se están desarrollando los cimientos de su personalidad, ¿hasta qué punto entonces los padres de ayer en España no han sido, si no causantes, sí corresponsables de la apoteósica cifra de ni-ni-nis (ni estudian ni trabajan ni ganas de hacerlo) que hay ahora en el país?

Independencia.

Todo ser humano, aun naciendo tras completar sus nueve meses de gestación, es prematuro: es la manera que ingenió en su momento la Naturaleza para asegurarse de que nuestro cráneo tuviera alguna posibilidad física de transitar por el canal del parto el día de nuestro alumbramiento. Esto, sin embargo, tiene una costosa contrapartida, pues nos torna dramáticamente dependientes: si alguien ahí fuera no hubiera tomado las riendas y nos hubiera nutrido y abrigado (y, sí: abrazado) de bebés, jamás habríamos podido sobrevivir.

Pero esa necesidad absoluta de un tercero empieza a resquebrajarse apenas un par de años después, en cuanto aparece el primer impulso de independencia en el desarrollo cerebral del niño: ese momento en el que un pequeño empieza a tomar conciencia de sí mismo como entidad física y consciente separada y diferente de la de sus padres y que coincide con el momento en el que comienza a pronunciar una poderosísima palabra que acaba por volver locos a los adultos a su alrededor: la palabra ‘no’. Los anglos definen a este período de maduración como el ‘terrible twos’ (‘los terribles –niños- de dos años’). Cáustico quizás, pero descriptivo.

Aceptémoslo entonces: el niño está comenzando a rebelarse contra sus cuidadores (y a revelarse a sí mismo) en un proceso de maduración crítico de su propia identidad que no solo pide, sino que exige, que sus padres sepan canalizar al abrirle caminos de exploración al pequeño (ensayo, error, equivocación, frustración, logro) mientras, simultáneamente, establecen los límites necesarios (no todo valdrá en este juego de la educación).

Sin embargo, no podemos perder la atención mientras se desenvuelve esta colosal obra de aprendizaje en nuestros niños. Quizás por la natural empatía de los progenitores y en un afán por darle al botón de avance rápido en su desarrollo (‘¿tu hijo ya sabe nadar? Pues el mío ya interpreta a Mozart’) no nos percatemos de, hasta qué punto, los niños en determinado momento ya no nos necesitan. O, quizás mejor dicho, lo que necesitan es que no sigamos haciendo todo por ellos.

Un ejemplo habitual. Cuando un niño ha visto, y está familiarizado con, una nueva destreza (agarrar el tenedor, atarse los zapatos, vestirse), la inmensa mayoría de las veces que pregunta ‘¿me ayudas?’, lo que está realmente preguntando es ‘¿crees que –todavía- puedo hacerlo solo?’ Cómo reaccionemos a esa petición será determinante en su desarrollo: paradójicamente, no-ayudar al niño es la mejor manera de ayudarlo a que gane en autoestima. La emoción asociada al logro (‘¡lo he hecho solo, mamá!’) dispara el nivel de endorfinas y los centros de placer de su pequeño cerebro: el niño se siente bien logrando… al igual que nos sucede a los adultos. Y -la Naturaleza sabe lo que hace- lo que nos produce bien-estar (logro), tendremos a repetirlo en el futuro (con más logros).

Y qué más da que el pequeño haya tardado quince minutos en atarse los zapatos. Así empezamos nosotros también en su momento.

Coaching para padres.

En los últimos años estamos viendo un crecimiento significativo en la preocupación que los padres manifiestan en el cuidado y educación de los niños, maximizado además por esa percepción de vivir en un mundo donde lo que ayer era actualidad hoy queda obsoleto.

Desafortunadamente, no hay campo donde esta evidencia sea más patente que en el sector educativo: nuestros gobiernos obligan por ley a enroscar niños a una silla durante quince años mientras memorizan conceptos mañana para que pasado se les olviden; ayudados por docentes bien intencionados pero faltos de medios suficientes y formados con metodologías de hace un par de siglos en la ensoñación de poder preparar a los pequeños para que se desenvuelvan en un entorno futuro que, hoy, es absolutamente impredecible.

Una de las respuestas que podrían sugerirse pasa por el empleo de la disciplina del coaching por parte de los progenitores en la educación de los más pequeños. A fin de cuentas, un coach no ayuda; más bien facilita que otra persona alcance sus objetivos… para después quitarse de en medio. No es por capricho que uno de los principios del coaching pasen por, precisamente, asegurar la autonomía de las personas con las que trabaja: un objetivo –y responsabilidad- perfectamente extrapolable al cometido de los padres en relación a sus hijos.

Hace un tiempo un padre se puso en contacto con nosotros porque quería que su hija adolescente participara en un proceso de coaching. En la entrevista previa le preguntamos qué era exactamente lo que pretendía conseguir para su hija. Su respuesta fue tan –disculpen la ñoñería- potente como incontestable: ‘quiero que mi hija sea feliz con sus decisiones’.

¿Acaso hay otro cometido superior en esta vida?

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Estas serían algunas de las propuestas que el coaching puede aportar en la educación de los niños y jóvenes:

– En primer lugar, los padres o cuidadores deben asumir que son esos líderes que sus hijos reflejarán milimétricamente: su comportamiento, por tanto, debe calcar sus palabras. No tiene sentido adoctrinar a nuestros hijos en las bondades de nutrirse saludablemente si nuestros propios hábitos son cuestionables. Los niños aprenden por imitación no por sermón.

Fomentar la independencia de los niños. Estirar su zona de confort invitándolo a tomar decisiones con un riesgo calculado y su posibilidad de fracaso. No consiste en prevenir que se lastime, consiste en mostrarle que, tras llorar, lo siguiente mejor que puede hacer es aprender a levantarse solo, sacudirse el polvo, y continuar jugando.

Aprender a celebrar el logro y a analizar el no-logro. Para ello se le puede preguntar qué ha hecho (o dejado de hacer) que pudiera haber incidido en el resultado que ha recibido; y qué podría hacer diferente la próxima vez. Y quitarnos de en medio.

Escuche más de lo que hable. Los niños comunican muchísimo más que las palabras que verbalizan. Aparque el móvil hasta más tarde. Si es urgente, ya le llamarán a casa.

– Cuando el pequeño solicite ayuda, si es algo que el niño puede hacer solo, responder con una sonrisa ‘no te voy a ayudar: lo puedes hacer solo’. Y ser consistente. Cuando lo logre culminar, eso sí, felicítelo como si no hubiera un mañana.

– De hecho, ser consistente es crucial: para nuestros hijos, lo que decimos es la verdad absoluta. Si faltamos a lo que prometemos, enseñamos tácitamente que no somos íntegros. Algo que, desde luego, no querremos que aprendan.

Atención a los miedos que, (in)advertidamente, podamos estar trasladando a nuestros hijos. Los bebés nacen solo con dos miedos básicos: al vértigo y al ruido súbito. El resto son todos aprendidos por experiencia y por los que son transmitidos por sus cuidadores y personas a los que han conferido una autoridad. Nosotros.

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